martes, 15 de octubre de 2013

No es histeria, es cuidado...


En los últimos días y alrededor de conversaciones ciudadanas que se mantienen en torno al abuso sexual infantil, he leído y oído las cosas más increíbles: “los niños pueden mentir muy bien”“esto es histeria colectiva”“los abusos no son tantos” (cuando uno me parece excesivo), dicho por un psicólogo; y otro sobre la posibilidad de victimizar a los niños por enseñarles los nombres correctos de las partes íntimas del cuerpo (debate que no existiría en torno al estómago, el cerebro o las rodillas) o permitirles reconocer su derecho a definir y cuidar sus límites corporales.
No podemos afirmar si el abuso sexual efectivamente ha aumentado en Chile. Sabemos que las denuncias sí lo han hecho en los últimos años, y en estos meses también. Quizás estamos ante un fenómeno de pérdida de temor para hablar, de mayor preocupación y atención sobre los niños, o de preferir pecar de excesiva cautela, antes que de negligencia y ceguera.
Así como no podemos ser exactos sobre el número real de casos (menos cuando se estima por cada denuncia, un número de entre 3 y 10 niños y niñas que no hablarán), tampoco es posible ser infaliblemente precisos sobre una serie de elementos vinculados a experiencias que se yerguen en el silencio, que obedecen a secretos, y que son difíciles de verbalizar o develar porque siempre se corre el riesgo del descrédito, de la vergüenza o del daño que provocan comentarios como los que ya señalaba.
Junto a todo lo que ignoramos y nos desconcierta, encontramos destellos de lo que sí podemos reconocer como real. La experiencia de abuso existe, y existía antes. Aunque no fuera nombrada o denunciada a la justicia; y aunque no importara, por siglos, lo que ocurría con los niños.
Es bastante reciente en la historia de la humanidad, el reconocimiento de los derechos de los niños: a ser cuidados, a no ser explotados en minas o factorías (aunque se sigue haciendo); a gozar de alimentos, educación, buenos tratos, un nombre.
Existen reportes históricos de los siglos XV y XVI en occidente donde se reconocía la utilización de los niños como “juguetes sexuales”. La historiadora norteamericana Lynn Sacco encontró más de 500 escritos y reportes durante el siglo XIX (1817-1899) sobre incesto entre padres e hijas (ver Unspeakable: Father-Daughter Incest in American History, 2010, Washington Book Publishers). El renombrado Alfred Kinsey, en la década de los 50, reportó que al menos 25% de niñas menores de 14 años había experimentado alguna forma de abuso sexual, aunque poco importó ante las estadísticas de actividad sexual pre-marital y de adulterio en aquellos años.
Un estudio publicado el año pasado en el Clinical Psychology Review describía la prevalencia mundial del abuso sexual infantil: mayor cantidad de casos en África con 34,4% y menor, 9,2%, en el continente europeo. Los países de América y Asia mostraban una prevalencia de entre 10,1 a 23,9% de niños abusados, en relación al total de población infantil. ¿No son tantos?
Fuera de mi trabajo como terapeuta, cada día de cada semana en mis últimos seis a siete años, he recibido correos de mujeres y hombres de todas las regiones (y de otros países americanos), provenientes de las más diversas avenidas, relatando sus historias heroicas y desafiantes de incesto, violación y abusos sexuales por parte de familiares, maestros, sacerdotes, vecinos.
Mujeres ancianas (una señora de 90 años, esperó 80 de ellos para hablar), adultas, jóvenes, madres o no, hombres también, desde escuelas rurales hasta colegios exclusivos e internacionales: el recordatorio de resiliencias posibles, dignidades infinitas, y dolores también, que no debieron ser jamás.
Los niños y niñas que recientemente han develado abusos, no han hablado de “abusos”… si apenas conocen esa palabra. Han compartido relatos desde su inocencia, y han sido sus madres, padres, profesionales u otras personas cercanas (hasta hermanos, menores de edad) quienes han reconocido que se trataba de una situación dañina, una trasgresión posible o evidente a los límites de cuidado y respeto que debieron prevalecer.
Estudios en diversos países señalan que los índices de “falsos positivos” en ASI están entre el 1-4% y una investigación de la Universidad de Cincinnati, afirmaba que el testimonio del niño era mucho más confiable que el examen físico: contando con las confesiones de 31 pedófilos condenados (101 delitos), el índice de coincidencia exacto con los relatos de los niños fue de un 68%. Un 26% fue muy cercano pero no exacto dado que, dicen los investigadores, los ofensores declinaron confirmar conductas de penetración genital-anal por cuanto aumentan significativamente las penas carcelarias.
La triste realidad sobre el tema de los testimonios es que los niños tienden a callar o bien a minimizar los abusos infligidos sobre ellos; no a exagerarlos ni fabularlos. Esto se ha explicado desde el miedo que pueden sentir, e inclusive desde su instinto de proteger y evitarles sufrimientos a los adultos involucrados (especialmente cuando la persona que abusa es de la familia o muy querida).
Los niños pequeños pueden tal vez ser imprecisos en detalles de sus descripciones, pero malamente podrían elaborar hechos y/o conductas que pertenecen inequívocamente al ámbito de la sexualidad adulta. Un niño o una niña que relata que lo han tocado de cierta manera y no le gustó o le asustó, que le ordenaron o forzaron a hacer ciertas cosas que le dieron asco o que no logró entender (porque eran sexuales), o que lo amenazaron (con lo que fuera) y obligaron a guardar un secreto, necesita ser escuchado y merece que le crean y se actúe oportunamente en pos de su protección.
Respecto de los adultos que han denunciado, ellos no solo han querido proteger a sus hijos e hijas, sino también a otros pequeños que podrían estar siendo ahora abusados, o serlo en el futuro. Antes de diagnosticar a familias como “psicóticas” o “histéricas”, habría que agradecerles a padres y madres por la valentía de mirar la realidad y preguntarse ¿qué hago ahora, cómo apoyo a mi niñ@, cómo puedo hacer para detener estas injusticias?
Quizás, esa valentía deberíamos tenerla todos. Tal cual se legisló sobre uso obligatorio de cinturón en automóviles y buses, o nos preparamos para actuar ante un terremoto o tsunami (y nadie nos acusa de paranoides), bien podríamos preguntarnos cómo cuido mejor a mi niñ@, y cómo podemos colaborar hogares, colegios, ministerios, y todos, en este afán de protección y de prevención de daños evitables.
No puedo evitar pensar en que se inician sumarios en jardines o colegios (vía Junji o Mineduc, además de la acción principal de la justicia), pero no se habla mucho de establecimientos sancionados o clausurados por faltas graves como las que se dieron el año pasado en el Liceo Alemán del Verbo Divino de Chicureo.
Es comprensible que los entornos humanos no siempre puedan evitar la ocurrencia de daños. Pero no es admisible que luego de tomar conocimiento sobre ellos, no se actúe y peor aún, se caiga en el encubrimiento. Cuando un rector o una comunidad escolar se niegan a denunciar, o a acoger y responder justamente a los niños afectados y sus familias, no solo se viola la legalidad sino que se agudiza el daño, agravando el delito. La necesidad de reproche y sanción es evidente.
La semana que termina deja una huella vergonzante y dolorosa: niños abusados, niños baleados. No puede ser. Velar por el interés superior de los niños ya no es un tema de “almas sensibles y humanitarias” y, mucho menos, síntoma de histeria colectiva. Es un tema de derechos, y de ético cuidado. Lo perturbador e inmoral, me parece, es continuar en la negligencia y la excusa. En el fondo, esa negativa a reconocer que junto a todo lo hermoso que la niñez puede traer, existe otra esfera de experiencias posibles y difíciles (como el ASI). De esta esfera, queremos proteger a nuestr@s niñ@s; tod@s por igual, en todo lugar y situación. No creo que debamos disculparnos ni justificarnos por ello.
Vinka Jackson